30.7.16

Lo zafio y lo heroico


Así lució la luna llena de julio sobre la costa de Taramay, cerca de Almuñécar.
(Foto del autor)

Hace ya algunos años dediqué varios espacios de esta bitácora a narrar mis peripecias en diferentes hoteles de Canarias y la Península en régimen de "todo incluido", a describir los especímenes que por allí circulaban -circulábamos-, a comparar las rarezas de los alemanes y otros foráneos con nuestras bonitas costumbres patrias... Pues bien, acabo de volver de unas merecidísimas vacaciones en la Costa Tropical granadina, no en régimen de todo incluido pero sí en un hotel en el que he convivido con muchas personas que, como nosotros, disfrutaban de sus también merecidísimas vacaciones.

Lo que me ha decidido a realizar de nuevo una crónica de este breve descanso no ha sido la zafiedad que han lucido muchos de quienes han compartido conmigo y con mi familia aquellas instalaciones, esas familias que sueltan a sus hijos como bestezuelas salvajes en medio del bufé, unas bestezuelas que, con la sonriente bendición de sus progenitores, atropellan, plato en mano, a todo aquél que se le ponga por delante en su camino hacia los zumos del desayuno, las patatas fritas, el jamón braseado, los helados o las cucharillas que tan necesarias son para tomarlos. Unas bestezuelas que eran capaces de birlarte una mesa en los concurridísmos desayunos cuando a tu bolsa le faltaban apenas milímetros para posarse en ella y luego te miraban con cara de inocencia, en crudo contraste con la de oler un alpechín de su mami o de progenitor de Peppa Pig de su papi, orgullosos con la hazaña de la nena. O que pululaban felices en torno a la mesa en la que sus padres comían tranquilamente sin hacer el menor caso, con un mínimo e inestable plato que contenía algún elemento comestible cuya característica principal era que podía manchar terriblemente cualquier prenda que tocase. Las de los ocupantes de la mesa de al lado, quiero decir.

Ya no tan responsables eran esas bestezuelas, sino sus despreocupados progenitores, de que las papeleras estuviesen medio vacías mientras había vasos de plástico y otras inmundicias por el suelo -los pobres gorriones no daban abasto. Ni de que, a pesar de las advertencias, a primera hora de la mañana ya estuviesen muchas hamacas de la piscina reservadas con toallas -¡pero si estábamos a cincuenta metros de la playa! Y ya que he mencionado las playas y para no centrarme sólo en los huéspedes de mi hotel, qué se puede decir de los domingueros de nevera y dosel, que ocupan sus buenos metros cuadrados de arena para después, al marcharse, dejar como recuerdo bolsas de patatas fritas vacías, envases de plástico y cristal y otras porquerías, amén de miles de colillas...

Como digo, no son estas miserias y zafiedades las que me han llevado a escribir esto. Han sido dos ejemplos que a mí me han parecido heroicos y que me han hecho olvidar toda esa vulgaridad. Dos ejemplos, cómo no, protagonizados por mujeres.

Una estaba en mi hotel y la otra no. Empezaré por la segunda. Coincidíamos en la playa de Velilla, ancha, larga, un tanto pedregosa, de aguas casi siempre limpias, de profundo escalón. De hecho, en ella y a causa de ese escalón aprendí a nadar, hace ya cuarenta años. Pero eso es otra historia de la que me ocuparé en la siguiente entrada, voy al grano. Allí pudimos ver a una mujer joven que bajaba todos los días con otra mujer que es probable que fuese su madre y con una niña pequeña que es probable que fuese su hija. Hasta aquí todo normal, porque la chica llegaba, ayudaba a colocar la sombrilla, las toallas, se metía en la playa a bañarse, incluso un día la vi bucear. Además, tomaba el frasco del protector solar y se lo untaba a la niña. ¿Qué tiene todo esto de especial? Que la joven no tenía brazos. Le faltaban desde el hombro. Todo lo hacía con los pies y de qué forma... En esos momentos es cuando uno se da cuenta de que la mayor parte de las veces se queja de vicio, que querer es poder y que si alguien se lo propone puede afrontar no se si todos, pero sí muchos problemas que pueden incluso parecer infranqueables.

El otro ejemplo estaba en mi hotel y, por tanto, contrastaba más con la zafiedad que abundaba por doquier. Otra mujer joven, esta vez en silla de ruedas. No estaba confinada del todo a ella, pues se podía levantar y mantenerse en pie -y entrar en la piscina a nadar-, pero no podía andar. Lo que me llegó no fue sólo su actitud, sino también la de su pareja, un hombre que estaba pendiente en todo momento tanto de ella como de su hija y que, por la forma en que se reían, bailaban, se besaban, acariciaban, ayudaba en grado sumo a la felicidad que siempre mostraba ella, que en realidad mostraban los tres. Sin duda, ver a esta familia borraba en gran medida lo vulgar que pudiera estar rodeándola, rodeándonos a casi todos.

Han sido dos breves ejemplos de lo que he vivido en estas vacaciones, que han sido especiales por otro motivo. Pero, como he sugerido antes, me lo guardo para otra entrada.