19.11.17

El 19 de noviembre de 1933, según Clara Ruiz


Clara Campoamor, tocaya de mi protagonista, 
defensora del voto femenino en las Cortes Constituyentes de la Segunda República

Tal día como hoy, hace ochenta y cuatro años, las mujeres pudieron votar por primera vez en unas elecciones en España. Mejor dicho, aquel día ejercieron por primera vez un derecho que les correspondía y que había sido negado hasta que en octubre de 1931 se instauró el verdadero sufragio universal en nuestro país. Hay que agradecérselo sobre todo a Clara Campoamor, cuya firme defensa en las Cortes permitió que saliese adelante la iniciativa pese a la sorprendente oposición de gran parte de la izquierda (pensaban que las mujeres, supuestamente dominadas por sus confesores, entregarían la República a las derechas). Quiero traeros aquí unos párrafos de mi novela La vida ha de seguir, en los que su protagonista, Clara Ruiz de Segovia, nos cuenta qué sintió aquel domingo de noviembre de 1933:

Agotado el Gobierno que había institucionalizado el nuevo Régimen, dimitido el señor Azaña y con Lerroux en la presidencia del Consejo, al final se acabaron convocando elecciones anticipadas. Las Cortes Constituyentes habrían de dar paso a la primera legislatura ordinaria. Para mí fue un acontecimiento importantísimo, ya que aquel domingo, 19 de noviembre de 1933, fue la primera vez que las mujeres pudimos votar en España. Mal que les pesase a muchos, que incluso ya aprobado el voto femenino quisieron introducir enmiendas que lo retrasasen por tal o cual motivo, se iba a aplicar ese artículo 36 que tanto miedo daba a ciertos sectores de la izquierda y se comprobaría si era cierto o no aquello de que la mayoría de las españolas estaban dominadas por sus confesores y directores espirituales e iban a votar lo que ellos quisieran y no lo que su conciencia les dictase. 

A mi todo eso me dio igual. Acudí temprano a mi colegio electoral, acompañada por Juan. Una sensación que difícilmente puedo describir me invadió cuando tomé la papeleta y me acerqué a la urna de cristal para depositar mi voto. Recordé entonces la euforia en el Lyceum, las felicitaciones a las más veteranas, a las que más tiempo habían luchado porque llegase ese momento. Se me olvidaron todas las necedades que había tenido que oír durante aquellos agrios debates y las que se escucharon después. Por fin estaba ejerciendo un derecho que se nos había negado desde hacía tanto tiempo. Una extraña inquietud me atenazaba el estómago, inquietud que desapareció al instante cuando, con mi papeleta dentro de la urna, salí a la calle y noté la fría brisilla que se enseñoreaba de las calles en aquella mañana del otoño tardío. 

Quise dar un paseo; Juan prefirió volver a casa. El día era frío y gris, pero al menos no llovía. Bajé por la calle Barquillo hasta Alcalá, sus aceras repletas de paseantes y su calzada ocupada por automóviles y tranvías que iban y venían como cualquier mañana de domingo. En principio pretendí vagar sin un rumbo fijo, pero luego recordé que un poco más hacia abajo, cerca de la Academia de la Lengua, tenían su casa Rosalía y Josefa, así que hacia allá me encaminé por si podía verlas y compartir con ella mis sentimientos y emociones en un día tan señalado. 

Tuve suerte; las encontré en la cola de su colegio electoral. Allí estaban, en su postura habitual, la una al lado de la otra, Rosalía cogida del brazo de su amiga. Les hice una seña desde la acera contraria de la calle; crucé la calzada y, al llegar a su lado, ninguna de las tres pudimos articular palabra. Nos miramos, sonreímos y nos pusimos a llorar como tres Magdalenas, pero de alegría, una alegría que muchos de quienes nos rodeaban no acertaban a entender. En sus miradas pude ver que para ellas ese día era la culminación de muchos años de lucha, peticiones, manifestaciones, burlas, desconsideraciones. Un triunfo que no solo era de las mujeres, sino de todos los españoles, que desde ese momento pasaban a formar una sociedad mejor aunque muchos de sus miembros, yo diría que la mayor parte, ni siquiera se hubiesen dado cuenta. 

Todavía les quedaba un buen rato hasta que se pudieran poner ante su mesa electoral, así que, como seguíamos incapaces de decir nada, me despedí de ellas apretándoles con fuerza las manos y volví a casa, enjugándome las lágrimas con una risilla nerviosa. 

(Por cierto, el resultado de las elecciones, con la inapelable victoria de las derechas, pareció dar la razón a quienes preferían aplazar el voto femenino. Yo no creo que fuese esa la causa y pocos años después se podría comprobar en el muy distinto resultado de las siguientes elecciones; mi tío Germán no tuvo motivo de queja: volvió a obtener su escaño por Valladolid, otra vez como representante del Partido Agrario).

¿Os ha gustado? Pues si aún no tenéis la novela y os interesa, la podéis conseguir aquí o aquí.