22.12.18

¡Felices fiestas!


Llega la Navidad, época de costumbres arraigadas, como la de felicitar a todo el mundo y tener los mejores deseos para el año que está a punto de comenzar. No voy a ser menos; ahora bien, voy a dejar que sea mi personaje más querido, la inspectora Susana Gutiérrez, la que os haga un modesto regalito: las primeras páginas de la sexta novela de la que es protagonista, Los papeles de Juana, una historia que justo arranca un 22 de diciembre y en la que mi inspectora tiene un doble desafío: investigar el asesinato de uno de los agraciados con el Gordo y la primera visita de los padres de su novio, Asís. Sirva esto no solo como felicitación sino como agradecimiento por mi parte a quienes seguís estás páginas. (Y de paso, como muestra de estas novelas, «a cala y a prueba», como decían en mi barrio los meloneros ambulantes de mi niñez). Allá va:

Ante la Navidad, no caben medias tintas: o te encanta o la odias. Yo pertenezco al primer grupo, pues siempre he disfrutado con esas fechas en las que se dispara el consumismo, se muestran con poco pudor determinados sentimientos que parecen aletargados el resto del año y todo el mundo se siente impelido a hacer cosas que en otros momentos ni se les ocurriría intentar porque lo impiden el sentido común y lo poco que queda en el bolsillo a fin de mes. Cuando diciembre avanza ya voy notando la aproximación de los días señalados, esos en los que el ambiente parece distinto, cuando el cielo velado de un año ya agonizante va a dejar paso al nuevo, en que el aire será más luminoso y límpido, después de la ceremonia casi pagana de la reunión familiar ante la tele para devorar doce uvas al son del reloj de la Puerta del Sol. Fue tal vez en la época en la que más distanciada estuve de mi familia cuando me di cuenta de estas cosas, que antes pasaban casi desapercibidas. Y por eso ahora lo vuelvo a valorar mucho más. Mi trabajo no me permite disponer de estos días de fiesta como yo quisiera, pero de unos pocos años a esta parte procuro disfrutar de las fechas más típicas de la Navidad con mi familia. 

Además, este año iba a ser especial, pues los padres de Asís, mi novio, por fin se dignarían venir a Madrid desde su adorada Cartagena para pasar por primera vez tan entrañables días con nosotros y con mi familia, en un innecesario gesto de «formalización» del vínculo que ya desde hacía bastante tiempo nos unía. A mí tal cosa me importaba poco, pero sí quería que al menos nuestros padres se conociesen; no soy amiga de convenciones ni de ceremonias, pero no creo que hubiesen de seguir actuando como si Asís y yo no tuviésemos nuestras respectivas familias y, así, prescindiésemos de ellas. 

Por tanto, ese día, 22 de diciembre, tenía una cita ineludible, que no era otra que acudir, junto a Asís, a la estación de Atocha a recoger a sus padres, que llegarían en el tren de las 14.16 proveniente de Cartagena. Pero, antes, por la mañana, había que ir a trabajar. 

La comisaría parecía haberse contagiado de eso que llaman «espíritu navideño». No solo porque a alguno se le hubiese ocurrido poner un arbolito de Navidad y dos o tres guirnaldas raquíticas, sino porque, aprovechando la ausencia de la comisaria Menéndez, de viaje oficial en Argentina, había quien se había colocado un gorrito de Papá Noël e incluso varios compañeros se estaban permitiendo el lujo de seguir el sorteo de la Lotería en una de las televisiones que habitualmente usábamos para ver qué decían o, más bien, interpretaban a su manera los informativos de nuestras actuaciones. Tengo que confesar que en más de una ocasión, cuando acertaba a pasar al lado, me quedé embobada escuchando la habitual jaculatoria de los niños de San Ildefonso. «Miiiiil eeeeuros…» ¡Qué recuerdos me traía la dichosa cantinela! Hacía ya algunos años que no me había detenido ante una pantalla para verlo y aquella mañana ese gesto insignificante me retrotrajo a la niñez, cuando lo que se escuchaba era «ciento veinticinco miiiiil peseeeetas…» y yo tenía claro que ya habían empezado las vacaciones y con ellas las cenas y comidas con abuelos y primos, los regalos, las visitas a Cortylandia –en hombros de mi padre, para poder ver algo– y a los Reyes Magos para pedirles todo lo que se me ocurriera, es decir, todo lo que había visto en esos bonitos folletos llenos de preciosos juguetes que por arte de magia aparecían en nuestro buzón… 

Fue mi compañero Mena quien me sacó de este ensueño. 
–¿Todavía por aquí, Gutiérrez? –me dijo–. ¿No te ibas a buscar a los suegros? 
–Aún no. He quedado con Asís en casa a la una y media. Tengo cosas pendientes. 
 –No creo que sea nada que no pueda esperar hasta mañana… Vete ya, mujer, son más de las once y media. 
 –Tengo tiempo… Pero, espera… 

Interrumpí a Mena porque los niños acababan de indicar que iba a salir un premio de los grandes. Y tan grande… ¡Era el Gordo! Otro año que se había hecho de rogar… El niño y la niña, ambos de aspecto sudamericano, andaban marcando el paso y con una enorme sonrisa, una mano alzada con las bolitas y la otra situada en la espalda, hacia la mesa, donde otro grupo de sonrientes damas y caballeros esperaban para ratificar el premio. Con una rapidez que de pequeña –cuando la informática no se había hecho aún dueña de nuestras vidas– siempre me pasmaba, los locutores de la televisión apenas tardaron unos segundos en indicar los muchos lugares de España en los que se había repartido el premio. La Coruña, Sort (como no podía ser menos), Vitoria, Madrid, Écija, Villarrobledo, San Cristóbal de La Laguna… No tardaríamos en ver en esa misma pantalla a los afortunados saltando, riendo y brindando con cava o sidra en vasos de plástico para celebrar su suerte y luego decir que el dinero les iba a venir muy bien para tapar agujeros o ayudar a los hijos...

Una de las compañeras elevó su voz por encima del tumulto formado sobre todo por lamentos de los que no habían sido señalados por la fortuna. 
–¡Anda, si también ha tocado por aquí! 
–¿Cómo dices? 
 –Sí, creo que han dicho la administración número 645, «El pececillo de plata». ¿No es esa la que está…? 
–En Trafalgar, al lado de mi casa –dije yo, desolada–. Ahí echo todas las semanas la Primitiva y compro la lotería de Navidad, pero me temo que de ese número no… 

Era cierto, no es que fuese una gran jugadora de lotería; de hecho solo me hacía con algún décimo para Navidad por una costumbre adquirida en la universidad. Solía intercambiar participaciones con mis padres y mi hermano y con algunas amigas, algo que en realidad me servía para mantener el contacto con ellas aunque solo fuese por ese medio, es decir, la felicitación navideña que siempre acompañaba el papelito de la suerte. La verdad es que sentí cierta desazón… ¡Qué faena! Tantos años comprando allí y para una vez que toca, tengo otro número… 

Poco me duró el mal sentimiento. En seguida y entre todos cumplimos con esa tradición que hace del primer día oficioso de las Navidades el de la «salud». Que, por supuesto, es lo que de verdad importa, mucho más que la fortuna. Y además, como todo el mundo sabe, en el sorteo de Navidad es en el que menos dinero toca… 

 –En fin, ahí os quedáis –dije a Mena–. Voy a ver si acabo un par de cosas que tengo aún pendientes y ya me voy.

Lo dicho, os deseo una muy feliz Navidad y un maravilloso año 2019.