26.4.06

Ficción bibliotecaria


La bitácora de mi amigo Odd Librarian me ha dado una idea; en concreto, su apasionante relato de la increíble bibliotecaria menguante. ¿Por qué no hacer ficción bibliotecaria? La cosa me rondó y me rondó por las (escasas) neuronas hasta que por fin dí con el medio: inventarme dos personajes (o personajillos) que nos contarán sus peripecias. Os los presento: Mario, el bibliotecario universitario:


Y Maribel, bibliotecaria en Teruel:


Reconozco que sus rasgos no es que estén muy bien definidos precisamente, pero de eso se trata, de que nos podamos ver reflejados en ellos bastantes de nosotros, pues sus aventuras muchas veces provendrán de la realidad (que ya sabemos que casi siempre supera a la ficción).

Para romper el fuego, empecemos con la primera historia, la historia de...

Mario y el usuario participativo

Mario estudió biológicas; muy tarde se dio cuenta de que era una carrera sin salida. Un día vio que la biblioteca universitaria de la ciudad en que vivía convocaba unas oposiciones a las que se presentó con poca convicción. Pero trabajó mucho, tuvo suerte y las aprobó. Desde entonces se dio cuenta de que su vocación había estado allí oculta... Para algunos sería un "intruso", pero él amaba su trabajo sobre todas las cosas... Bueno, quizá dejando aparte a su novia Maribel, que ahora se había tenido que ir a vivir a Teruel, ciudad en la que trabajaba como bibliotecaria municipal. Pero ésa es otra historia. Hechas las presentaciones, pasemos a la acción.

Mario seguía dubitativo aunque ya hacía un par de minutos que había colgado el teléfono. Era de esos ratos en los que se paraba a pensar si esa gente sabía de verdad para qué servía su trabajo. "Tanta automatización, tantas bases de datos, tanta internet, tantos servicios remotos", se decía "y este tío acaba de llamarme para que le lea en el periódico la cartelera de cine de Fuenlabrada..." Ese tío era un profesor titular experto en sistemas hipertextuales...

En esto llegó, como todas las tardes, el usuario de los guantes grises. Era un individuo de expresión inalterable, gafas, pelo liso y algo largo, invariable abrigo tipo loden y bufanda de cuadros. Se sentó en su sitio de siempre. Colocó los lápices y bolígrafos formando un ángulo exacto de 90º con el borde de la mesa. Abrió el maletín de polipiel y empezó a extraer de él sus apuntes, perfectamente clasificados y escritos con letra de la de antes. Por último, su inseparable atril que le permitía tener un óptimo ángulo de lectura. Y así comenzó su diaria estancia de cinco horas en la sala de lectura de la biblioteca.

Por entonces, la biblioteca donde trabajaba Mario ocupaba un emplazamiento provisional. Se había aprovechado un aula como sala de lectura y unos paneles interceptaban una parte de pasillo (lo que cortó en dos el edificio) para utilizarlo como hemeroteca y mostrador de atención al público. Desde ese mínimo y provisional mostrador Mario dominaba perfectamente toda la sala de lectura. Veía cómo el usuario de los guantes grises apenas levantaba la vista de su atril, enormemente concentrado en el estudio.

Pero los paneles envejecen pronto. La puerta, junto a la que debía trabajar Mario, empezó a chirriar. Ya se sabe cómo funcionan las cosas en lo público: si se pedía al servicio de Mantenimiento (que ya sabemos que, junto con el de Recursos Humanos suele ser el que mejor funciona en todas partes) que venga a engrasar una bisagra había que rellenar una instancia por triplicado y con un poquitín de suerte en un mes se presentaban allí tres operarios para hacer el trabajo. Hay que aclarar que esto ocurría antes de que se pusieran en marcha los magníficos servicios de notificación electrónica que hoy se disfrutan.

La puerta sonaba. Primero un poco, luego más y, finalmente tanto que incluso logró que el usuario de los guantes grises levantase levemente la mirada de sus apuntes. Esa era una mala señal... Una señal de que algo podría ocurrir.

El usuario de los guantes grises era una persona muy educada; siempre saludaba al entrar o salir, pero jamás había cruzado una palabra con Mario. Esto le perturbaba especialmente, pues había adquirido ya cierta familiaridad con él, a fuerza de verle todos los días, y el carecer de esa mínima relación le hacía sentir algo parecido a lo que ocurre cuando te dejas de hablar con la novia: al menos una cierta incomodidad. Por otra parte, se decía Mario, ¿de qué hablar con esta persona? Ni siquiera sabía qué estudiaba, si era alguna carrera u oposiciones, si era de la ciudad o de fuera, si pertenecía a la universidad o simplemente vivía cerca...

Y la puerta seguía sonando. Cada vez más. Hasta que ocurrió lo que tenía que ocurrir. Cierta tarde, el usuario de los guantes grises, al entrar en la biblioteca no giró levemente la cabeza para saludar a Mario, sino que se fue directo a él clavándole la mirada. "Este me canta las cuarenta por lo del ruidillo", se dijo "y a ver cómo le explico yo cómo funciona aquí Mantenimiento..." Los escasos segundos que transcurrieron hasta que el usuario abrió la boca se le hicieron eternos a Mario, que rebuscaba en su mente la mejor de las excusas, pero...

No hizo falta. El usuario de los guantes grises metió la mano en el bolsillo de su loden y sacó... Un frasco de lubricante.

-Mis oídos son muy sensibles -dijo- y no soporto el ruido de la puerta. Te traigo algo para solucionarlo.

Mario no sabía que decir. Con cara de bobo, tomó el frasco, echó el liquidillo en las bisagras, con lo que el ruido desapareció, devolvió el bote al usuario y le dio las gracias. El usuario se lo guardó y se dirigió, como todas las tardes, a su sitio.

El usuario de los guantes grises acababa de convertirse en el usuario participativo...

21.4.06

¡Qué mal hablamos! (V)


A la vuelta de las vacaciones de Semana Santa prefiero dejar los dibujitos alusivos y realizar un homenaje a las torrijas en el encabezamiento de este mensaje. Una introducción dulce y agradable para un nuevo recuerdo de aquellos ya casi lejanos mensajes sobre el mal uso del lenguaje que gentes con torrijas mentales suelen hacer. En el siguiente, fechado el 7 de noviembre de 1998, yo insistía en el debate sobre el nombre más adecuado para quienes se acercan a utilizar nuestros servicios, comentando una serie de respuestas que se habían hecho a mi mensaje anterior. Asimismo insistía en que mi nombre favorito era "lectores", cosa que hoy en día no tengo tan clara. (Y en el último párrafo se dice que los libros son lo fundamental de nuestras colecciones, cosa que no ha dejado de ser cierta pero ya no es tan cierta). Helo aquí:

En el último mensaje planteaba la duda sobre cómo nominar a quienes se acercan a disfrutar de nuestros servicios. Daba tres opciones: cliente, usuario y lector, y además mi opinión sobre cada una de ellas. Voy a profundizar un poquito, al hilo de dos respuestas que recibí.

Empecemos con “cliente”. Desde Uruguay, Mónica Bottigliero defendía su uso porque nuestra actividad profesional ya no se puede circunscribir a las bibliotecas. Muchos se pueden dedicar a la profesión de forma liberal y cobrar por sus servicios. En ese caso, nada que objetar. El Diccionario, en su definición número dos, dice: “Persona que utiliza con asiduidad los servicios de un profesional o empresa.” Por tanto, se ajusta perfectamente a lo que dice Mónica. Pero yo me estaba refiriendo a las bibliotecas. A mí no me gusta el uso de esa palabra con relación a nuestras instituciones, que se supone que carecen de ánimo de lucro. El Diccionario, sin embargo, deja un resquicio de “legalidad”, porque, si nos atenemos a su cuarta definición, un cliente es, por extensión, una “persona que compra en un establecimiento o utiliza sus servicios”. Me quedo con la segunda parte de la frase: Utiliza los servicios de un establecimiento. Un establecimiento, siempre conforme al Diccionario, puede ser (definición tercera) una “fundación, institución o erección; como la de un colegio, universidad, etc.” Acaso esto sea rizar el rizo. Recordemos que el Diccionario pretende ser la norma de recoja todas las posibles acepciones. No obstante, en la lengua usual, resulta enrevesado aplicar el último arabesco expuesto. Vayamos a diccionarios de uso del idioma, como los de María Moliner o Casares. Doña María dice que un cliente es “respecto de una persona, otra que utiliza sus servicios profesionales” (totalmente de acuerdo con las ideas de Mónica, pero no aplicable a una institución donde no se usan servicios profesionales de un solo individuo) y por otro lado “comprador. Consumidor. Parroquiano. Respecto de un vendedor o un establecimiento comercial, persona que le compra o que compra en él” (definición segunda). Es decir, nada que sirva a nuestro caso. Siempre la connotación comercial, el ánimo de lucro del que carecemos en las bibliotecas públicas (pagadas por los contribuyentes, quiero decir). Casares da una definición muy semejante: “Respecto del que ejerce alguna profesión, persona que utiliza sus servicios, y respecto de un comerciante, comprador habitual.” Lo mismo; perfecto para el sentido que muy acertadamente le da Mónica, pero rechazable de plano para una biblioteca que no cobra por sus servicios. Es un flagrante anglicismo como otros muchos que ya se han comentado.
Client, según el Webster (definición 2c) es a person served by or utilizing the services of a social agency or a public isntitution. O sea, muy bien aplicado en inglés, pero fatalmente traducido al español.

Como ya me he extendido mucho, sobre “usuario”, cuyo empleo fue defendido por David Rodríguez, de la Universidad Carlos III, sólo voy a reproducir una cita del magnífico libro
El dardo en la palabra, de Fernando Lázaro Carreter (vuelvo a recomendar su lectura):

“De pronto, la palabra ‘usuario’ se ha salido de madre y se ha esparcido con rapidez por campos ajenos (...) Una verdadera desgracia, porque así languidecen y se esfuman voces de suma utilidad que en paleoespañol permitían distinguir matices y expresarse mejor. Lo ejemplifica a la perfección este ‘usuario’: acaba de debutar en su nuevo papel, y ya nos tiene a muchos hasta las glándulas (...) Los que antes eran automovilistas o conductores y los enfermos, bañistas o parroquianos son ahora ‘usuarios’. Y también quienes tomamos taxis, paseamos por los parques o bebemos agua sin gas; pronto serán eso los clientes de un establecimiento bancario, de un restaurante, de una peluquería, de un otorrino, los lectores de periódicos, los compradores de amor, los alumnos de un cole, los drogadictos, los fieles de un templo, los aficionados al boxeo o a la boina...: el sinfín enorme de quienes nos servimos de algo, lo utilizamos, frecuentamos o empleamos: todos de uniforme, todos ‘usuarios’.”

Dicho esto, reitero que me quedo con “lectores”. Cierto es, como bien me dice David Rodríguez, que lectores son también los de los periódicos, manuales de programas de ordenador o prospectos de aspirina, pero el uso de esta palabra referida a quien utiliza las bibliotecas no es nuevo ni me lo he inventado yo. Además, es verdad que hay muchas otras opciones para encontrar información en nuestros centros (vídeos, discos de música, etc.), pero son los libros lo fundamental de nuestras colecciones. Y si deja de ser así, en lugar de bibliotecas llamémonos de otra manera.

7.4.06

¡Qué mal hablamos! (IV)

No hace mucho se debatía en Iwetel sobre lo adecuado o no de llamar "clientes" a nuestros usuarios. No es un debate nuevo; en el mensaje de hoy, publicado en esa misma lista el 16 de septiembre de 1998 ya me refería a ello. Lo voy a reproducir tal cual, aunque he de decir que la conclusión a la que llego en los últimos párrafos hoy en día no la suscribiría (y además, en el texto se cita Absys, que entonces era nuestro programa de gestión; hoy es Unicorn).

Traduttore, traditore dice la tan conocida frase. La traducción se puede llegar a convertir en un arte. En todo caso es dificilísimo el traducir un texto y ser fiel al original. A veces esta dificultad se convierte en excesiva facilidad y nos encontramos con casos de malas traducciones por similitud que al final llegan incluso a ser aceptadas por todos. Pondré un ejemplo.

Es un ejemplo que utilizamos mucho en las bibliotecas actuales. Bibliotecas en las que la informática desempeña (no “juega”) un papel importantísimo. Cuando hay algún problema se recurre a lo que se llama “soporte” del servicio técnico. Es una mala traducción del verbo inglés
to support, que no significa soportar. En Inglaterra un supportter del Arsenal no es alguien que “soporta” a su equipo de fútbol preferido, sino alguien que lo “apoya”. Es decir, los servicios técnicos nos dan “apoyo”, no “soporte”. Imagino que quien traduce así no tiene alfombras en su casa, sino “carpetas” (alfombra se dice carpet en inglés). Y su desapego del idioma hace de él una persona casual, seguramente, como la ropa que viste, sin saber que eso significa “informal” en la lengua de Shakespeare.

Otro anglicismo que utilizamos mucho consiste en llamar “copias” a los distintos ejemplares disponibles de un título. Ignoro si el origen de esto es el lenguaje que utilizan las emisoras de radio tipo “40 principales”, mezcla de español e inglés, donde siempre se habla del millón de “copias” que ha vendido el grupo de éxito X. Si bien usando un lenguaje
casual (perdón, informal) se pueden admitir estas cosas, en las bibliotecas, supuestos depósitos del saber y la cultura, no es tolerable. Hablo de memoria y a veces me falla, pero creo que las versiones anteriores de Absys -nuestro programa de gestión- sí utilizaban esa palabra, mientras que la actual ha vuelto al correcto “ejemplares”.

Por último, más que hablar sobre malos usos, quiero detenerme en confusiones. ¿Cómo llamamos a las personas que acuden a nosotros en busca de información? De muchas maneras se nominan: Clientes, usuarios, lectores... Os voy a dar mi opinión sobre estas tres denominaciones.

“Cliente”, con todos los respetos, me parece del todo rechazable. Da por supuesta una relación de tipo comercial con quienes se acercan a disfrutar de un servicio público. La introducción de esta palabra, como siempre, viene del área anglosajona, con la inestimable ayuda de las consultoras (no
consultings) que cada vez más utilizamos en las bibliotecas. Valga la aplicación de criterios que sirven igual para las plantas de fabricación en serie, pero ya que se adaptan al tipo de servicio que se ofrece, que también lo haga su lenguaje. Llamar “clientes” a los que acuden a las bibliotecas es, en mi opinión, comparable a llamar “tornillos” o “coches” a los libros y documentos. Este lenguaje comercial imbuye también a las personas que entran a la biblioteca. Algunos alumnos “alquilan” los libros y si los traen con retraso tienen “multa” (alguno dice que está “detenido”, pero este es otro cantar). Ha habido quien en lugar de “reservar una sala de estudio individual” ha pedido “alquilar una habitación”.

“Usuario” es quizá más adecuada, pero el problema de este vocablo es lo manoseado que está. Todos somos “usuarios” de algo y si no se le pone apellido, carece de significado. Está de más llamar “usuarios”, así, por antonomasia, a los de las bibliotecas, cuando también lo son los de la sanidad, el metro e incluso los urinarios públicos. Por eso tampoco me parece -opinión personal- la mejor solución.

“Lector” es mi preferida. Convengo que ya no se puede limitar el grupo de personas que usan la biblioteca a los que leen. Los libros no son ya el único medio de llegar al conocimiento. En todo caso, la gran mayoría de documentos que encerramos en nuestras instituciones están pensados para ser leídos. Da igual que su soporte sea el papel o aparezcan en la pantalla de un ordenador. Con la excepción de vídeos, discos y otros documentos audiovisuales, lo demás se lee. Así, ¿por qué no llamar simplemente “lectores” a quienes ofrecemos nuestros servicios?

3.4.06

¡Qué mal hablamos! (III)



Don Fernando Lázaro Carreter se quejó durante mucho tiempo del papanatismo de aquellos que pensaban que por decir muchos términos en inglés u otros idiomas eran más modernos que los demás. Es algo de lo que ya modestamente me quejaba yo hace bastantes años, como demuestra este mensaje que mandé a Iwetel el 16 de junio de 1998:

Nadie duda de que es necesario el conocimiento de otros idiomas en nuestra profesión. A la biblioteca donde trabajo acuden numerosos profesores extranjeros que no conocen el español. En muchas ocasiones, la única forma de comunicación con ellos es el inglés. Hasta aquí la lógica. Lo que no es normal es la necesidad de saber idiomas para averiguar qué me están pidiendo personas que hablan mi lengua, pero son muy tímidos o muy pedantes para demostrarlo. Me explico.

Hay profesores que, cuando desean utilizar el servicio de préstamo interbibliotecario, me piden los formularios para solicitar
papers. Supongo que les será ajena la palabra “artículo” o más bien sonará plebeya a unos oídos técnicos y cultos. Un paper tendrá, posiblemente, más categoría que un artículo, aunque diga lo mismo.

También se oye nombrar mucho unos
working papers que yo creo que serán lo mismo que “documentos de trabajo”, ahora bien, están envueltos en ese halo de misterio que produce su nombre en lengua extraña. Si escribo un working paper, aunque yo haya nacido en la calle de Goya y tal obra verse sobre el cultivo de la patata temprana en la comarca de La Sisla, será mejor que si produzco el mejor “documento de trabajo” del año sobre la materia más arcana y compleja que pueda existir.

Y qué decir de la desilusión que se llevó hace poco un profesor que vino en busca de un grupo de obras y no las encontró. Se debió decepcionar cuando descubrió que los libros de
management que pedía estaban colocados en una estantería en cuyo cartel se leía “gestión”, así, en lengua vulgar.

No sólo cuando se nos solicita información hay que luchar contra los términos que gratuitamente se espetan en inglés, sino en lo cotidiano, cuando sencillamente pretendemos explicar cómo se organiza nuestro trabajo. Así, me niego a decir a mi abuelita que la biblioteca funciona con un esquema
front office-back office, cuando es más fácil que me entienda si hablo de “mostrador-despacho”, y añado que se trata de que en un mostrador se atienda primero al público y de allí se envíe a los interesados a los despachos donde otras personas intentarán resolver sus dudas más sosegadamente. Y asimismo me niego a decir que hago benchmarking cuando en realidad estoy visitando otros centros que destacan por su buen servicio. Posiblemente me comprenda mejor si menciono una “visita de trabajo” o “visita a organizaciones destacadas”. Pero todavía reniego más de hacer rapports de las visitas, especialmente si todo el mundo entiende los “informes” o “reseñas” que pueda escribir de ellas. Y si ese informe es interesante, prefiero que la biblioteca lo “difunda” y no que lo incluya en su output. Después, si mereciese entrar en algún sistema de almacenamiento de datos (no de data warehousing) querría que, si alguien lo busca, lo “encontrara”, “extrajera” o incluso “recuperara”, no que se dedicara al data mining (todo esto lo ha leído quien esto escribe en libros y otros documentos).

La llegada a nuestro idioma de términos extranjeros es beneficiosa ya que enriquece la lengua, pero sólo si ello es imprescindible porque en español no haya equivalente. Ahora bien, su uso innecesario es un signo de pobreza lingüística, de simple imitación porque se han escuchado en boca de quienes creemos que utilizan la norma culta del idioma o se han leído en libros o revistas especializados que descuidan hasta el infinito el uso del castellano.