(Las cotizadísimas hamacas de la piscina)
Parafraseando a Alma Cándida, una admirada colega "bloguera", juré que no lo haría pero lo hice. Este año he vuelto a un hotel en régimen todo incluido que me ha servido para convencerme finalmente de todo lo (malo) que vi el año pasado. Otra vez Andalucía, en esta ocasión Punta Umbría, en un establecimiento que tal vez sea el más grande en el que he estado: no habría venido mal un autobús para desplazarse de un lado a otro.
Nuevamente turismo nacional sobre todo. Este año he echado de menos de verdad a los raritos alemanes y a los alborotadores ingleses. Mis queridos compatriotas me han acabado de convencer de que somos un país por civilizar.
Describamos la familia prototípica; mayoritariamente procede de Sevilla o de algún otro lugar no demasiado lejano. Él, el Curro, lleva esos ricillos típicos en el pelo, un medallón con la cadena más gruesa que había en la joyería y que sujeta un disco dorado de unos cinco centímetros de diámetro con alguna imagen de su devoción. Desayuna ya con algún pelotazo, habla siempre en voz alta y luce una oronda barriga cervecera, bañadores de lo más hortera y algún que otro tatuaje más o menos obsceno o ininteligible (haciendo aquí un inciso, me he preguntado en ocasiones qué pasaría si a esos que se hacen tatuajes con letras chinas el artista, en una humorada, le escribiese algo como "soy idiota y este tatuaje que me he hecho en un idioma que no entiendo lo demuestra" y luego el susodicho hiciese un viaje a China...)
Ella, la Paqui, también habla siempre a voces, se queja siempre de este hotel y de todos en los que ha estado, siempre hace lo que le da la gana incluso contra las indicaciones de unos camareros que tienen milimetrado el comedor y siempre protesta por todo. Posiblemente se levanta a las siete y media de la mañana para reservar cuatro o cinco hamacas de la piscina, a pesar de que claramente se dice en carteles muy visibles que no se puede y de que los vigilantes jurados tienen orden de retirar toda toalla que esté por allí antes de las diez de la mañana. Eso obliga a que la Paqui discuta con el guardia o a que el Curro se tenga que quedar empollando cual gallina la toalla y que tengan que desayunar por turnos.
Nos queda el nene, el Yosua, excesivamente gordo, casi hasta la deformidad, que come quince bocatas al día -aparte de las comidas-, se atesta de batidos de chocolate y de cualquier cosa con exceso de grasa y siempre está a las órdenes de sus papás para ir a reservar doce sillas a cualquier sitio donde se celebre alguna de las actividades que brinda el hotel o para que el Curro, la Paqui y el resto de la panda (porque estas familias suelen ir de dos en dos o de tres en tres) puedan acabar la jornada a base de cubatas. Por supuesto, no salen del hotel ni para ver de qué color es la acera de la calle.
La playa, magnífica: los Enebrales de Punta Umbría es un espacio natural protegido donde mis queridos compatriotas tenían el cuidado de depositar todo tipo de porquerías: botellas vacías, latas de refrescos, pañuelos de papel, paquetes de tabaco, etc., que gentilmente lanzaban desde el camino de madera que teníamos marcado precisamente para no estropear el entorno. Algún que otro mostrenco de aspecto extranjero con síntomas etílicos y en calzoncillos se saltó las vallas y se dedicó a hollar con su pezuñas las protegidas dunas. Bien es cierto que hubo quien debió de pagarlo bastante caro: supimos que habían encontrado a un muerto no lejos del sendero. Nos hablaron de "bandas de lituanos".
Las grandes mareas dejaban por la mañana mucho espacio de playa que recorrían no sólo vendedores de cerveza, refrescos y chucherías -y unas cometas en forma de avión que se rompían sólo con mirarlas- con sus carretillas cargadas hasta los topes, sino también numerosos africanos que ofrecían ropa, baratijas y también artículos de marca falsificados y discos y películas pirateadas. Aunque unos parecían tener cierto tipo de autorización, imagino que los de las falsificaciones y copias pirata estarían allí por acción de las mafias que se dedican a traficar con personas.
El último día, una sorpresa. Casi todos los días había visto moverse por la playa, a cierta altura, una especie de dirigible con un nombre pintado. Sólo una vez se acercó lo suficiente a nosotros para comprobar que lo llevaba un joven atado a la espalda; le acompañaba nada menos que el Risitas, sí, el de "!cuñaaaaaaaao!", que con ese medio tan peculiar anunciaba sus actuaciones "expontáneas" (así, con equis) en el local cuyo nombre adornaba el globo. La gente se hacía fotos con él...
Nuevamente turismo nacional sobre todo. Este año he echado de menos de verdad a los raritos alemanes y a los alborotadores ingleses. Mis queridos compatriotas me han acabado de convencer de que somos un país por civilizar.
Describamos la familia prototípica; mayoritariamente procede de Sevilla o de algún otro lugar no demasiado lejano. Él, el Curro, lleva esos ricillos típicos en el pelo, un medallón con la cadena más gruesa que había en la joyería y que sujeta un disco dorado de unos cinco centímetros de diámetro con alguna imagen de su devoción. Desayuna ya con algún pelotazo, habla siempre en voz alta y luce una oronda barriga cervecera, bañadores de lo más hortera y algún que otro tatuaje más o menos obsceno o ininteligible (haciendo aquí un inciso, me he preguntado en ocasiones qué pasaría si a esos que se hacen tatuajes con letras chinas el artista, en una humorada, le escribiese algo como "soy idiota y este tatuaje que me he hecho en un idioma que no entiendo lo demuestra" y luego el susodicho hiciese un viaje a China...)
Ella, la Paqui, también habla siempre a voces, se queja siempre de este hotel y de todos en los que ha estado, siempre hace lo que le da la gana incluso contra las indicaciones de unos camareros que tienen milimetrado el comedor y siempre protesta por todo. Posiblemente se levanta a las siete y media de la mañana para reservar cuatro o cinco hamacas de la piscina, a pesar de que claramente se dice en carteles muy visibles que no se puede y de que los vigilantes jurados tienen orden de retirar toda toalla que esté por allí antes de las diez de la mañana. Eso obliga a que la Paqui discuta con el guardia o a que el Curro se tenga que quedar empollando cual gallina la toalla y que tengan que desayunar por turnos.
Nos queda el nene, el Yosua, excesivamente gordo, casi hasta la deformidad, que come quince bocatas al día -aparte de las comidas-, se atesta de batidos de chocolate y de cualquier cosa con exceso de grasa y siempre está a las órdenes de sus papás para ir a reservar doce sillas a cualquier sitio donde se celebre alguna de las actividades que brinda el hotel o para que el Curro, la Paqui y el resto de la panda (porque estas familias suelen ir de dos en dos o de tres en tres) puedan acabar la jornada a base de cubatas. Por supuesto, no salen del hotel ni para ver de qué color es la acera de la calle.
La playa, magnífica: los Enebrales de Punta Umbría es un espacio natural protegido donde mis queridos compatriotas tenían el cuidado de depositar todo tipo de porquerías: botellas vacías, latas de refrescos, pañuelos de papel, paquetes de tabaco, etc., que gentilmente lanzaban desde el camino de madera que teníamos marcado precisamente para no estropear el entorno. Algún que otro mostrenco de aspecto extranjero con síntomas etílicos y en calzoncillos se saltó las vallas y se dedicó a hollar con su pezuñas las protegidas dunas. Bien es cierto que hubo quien debió de pagarlo bastante caro: supimos que habían encontrado a un muerto no lejos del sendero. Nos hablaron de "bandas de lituanos".
Las grandes mareas dejaban por la mañana mucho espacio de playa que recorrían no sólo vendedores de cerveza, refrescos y chucherías -y unas cometas en forma de avión que se rompían sólo con mirarlas- con sus carretillas cargadas hasta los topes, sino también numerosos africanos que ofrecían ropa, baratijas y también artículos de marca falsificados y discos y películas pirateadas. Aunque unos parecían tener cierto tipo de autorización, imagino que los de las falsificaciones y copias pirata estarían allí por acción de las mafias que se dedican a traficar con personas.
El último día, una sorpresa. Casi todos los días había visto moverse por la playa, a cierta altura, una especie de dirigible con un nombre pintado. Sólo una vez se acercó lo suficiente a nosotros para comprobar que lo llevaba un joven atado a la espalda; le acompañaba nada menos que el Risitas, sí, el de "!cuñaaaaaaaao!", que con ese medio tan peculiar anunciaba sus actuaciones "expontáneas" (así, con equis) en el local cuyo nombre adornaba el globo. La gente se hacía fotos con él...
Esta vez no hay opciones: no habrá una sexta crónica como esta. No quiero más Curros, ni más Paquis ni más Yosuas. ¡Viva Alemania!
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