29.8.05

Crónica del "todo incluido"

(Playa de Butihondo, Fuerteventura)

Fuerteventura es árida, áspera, seca. Poco puede ofrecer su paisaje al viajero inquieto, que preferirá la cercana Lanzarote o cualquiera de las otras islas para regocijar la mirada. Por ello se está desarrollando en la tierra majorera un turismo peculiar, el del “todo incluido”. Los turistas se encierran en enormes complejos cercanos a alguna de las magníficas playas de la isla, donde son etiquetados con una pulserita de color y se dedican a consumir, consumir, consumir y consumir. ¡Como no cuesta dinero! (Se pagó antes de salir, iluso…)

Sorprenden las vacaciones estivales por la falta de pudor que ataca a los turistas. Sólo en esta época importa poco enseñar terribles barrigas, michelines, pieles de naranja, vello en la espalda, feos tatuajes seudocélticos, ubres caídas y pimentosas… Los turistas, luciendo su pulserita de plástico, se pasean sin vergüenza por la playa, toman cervezas en los bares de las piscinas y deambulan por aquí y por allá, mostrando todo lo que nunca mostrarían. Hablan a grandes voces diciendo habitualmente tonterías, gritan a los niños que están haciendo burradas en el agua y preguntan la hora no sea que hayan abierto ya el buffet. Y es que me asombré de encontrar a tanto paisano mío por allí (cuando digo esto me refiero a mis vecinos del extrarradio madrileño, pues tal cosa parecía gran parte de la gente que me encontré a 2.500 km. de casa. Ahora bien, también había personas más refinadas, como esos caballeros que peinaban canas y coletas –había que mostrar los pendientes-, con esposa mucho más joven e hijos siempre desnudos en la piscina o la playa. Muy modelnos, sí señor.)

Fue precisamente en un paseo por la playa cuando me di cuenta de que había caído en las redes del “todo incluido”. Presté poca atención a mi pulserita desde que en la recepción del hotel me la colocaron. En mi zona de la playa tampoco reparé en ella porque todos mis vecinos de arena u olas la lucían. Pero al alejarme y entrar en la zona de influencia de otro hotel vi que la manchita roja en la muñeca empezaba a ser azul. Más allá, naranja. Un poco más, blanca. Todos estábamos marcados. En ese momento fue cuando me sentí bobo: yo era un producto etiquetado, con la etiqueta del “todo incluido”. Ese taxista de Móstoles, ese albañil de Sheffield, ese pastelero de Köln, todos éramos productos del turismo isleño, de una isla que sólo puede ofrecer impresionantes playas y el “todo incluido”.

Aun así, disfruté de lo lindo del “todo incluido”. Algunos, incluso más que yo. En el aeropuerto de la isla, a casi 90 km. del hotel, aún conservaban la dichosa pulserita roja…

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