12.3.17

Patricia (cuento)


Ya he comentado por aquí que en Fanny y otros relatos he incluido, además de Fanny, una novela corta, casi todos los relatos que han ido apareciendo en diferentes antologías de la editorial Playa de Ákaba. Sin embargo, hubo uno que no pude añadir por cuestiones de tiempo y que me gusta bastante (cosa rara en mí, pues soy el más feroz y ácido de mis críticos). Se titula Patricia y es un homenaje a Virginia Woolf (por eso una foto suya encabeza esta entrada) y a su forma de entender la literatura y la vida, pues ese fue el hilo conductor de la séptima entrega de Generación Subway, donde apareció. Se me ha ocurrido publicarlo aquí para que quienes seáis tan amables de haceros con un ejemplar del libro podáis completar la lectura de estos relatos y también para que quienes aún no habéis tenido la suerte o la desgracia de leer algo mío sepáis cómo las gasto. Aquí tenéis a Patricia:

PATRICIA 

Entonces, dar muerte al Ángel de la Casa 
 formaba parte del trabajo de las escritoras. 
VIRGINIA WOOLF Profesiones para la mujer 

    «Si preguntas, Patricia, corres el riesgo de que te respondan y la respuesta no siempre te gustará».
    Tienes razón; no debería haberlo hecho y por eso te ruego que me disculpes.
    «¡No! ¡No pidas disculpas! ¿Por qué? ¿Qué pecado has cometido? Aunque no sé de qué me asombro, supongo que es lo que te han enseñado. A no molestar y, si crees que has molestado, a pedir perdón con recato y resignada».
    ¿Y qué tiene eso de malo? Así ha sido siempre. A mi madre también se lo enseñaron y antes a mis abuelas y a sus madres y así hasta donde queramos llegar…
    «Os han enseñado a obedecer, a no estorbar. Sois como el mobiliario, que está para ser útil, para servir a sus dueños y, claro, también para adornar; pero no para estorbar. Cuando un mueble molesta, hay que retirarlo, que no se vea. Sin embargo, una cosa os diferencia de los aparadores y las alacenas y es que vuestra tarea fundamental es trabajar para los demás, no ser un mero almacén pasivo que aunque se llame “mueble” es inmóvil».
    Tampoco veo qué hay de malo en eso…
    «Que no tienes elección. Desde que te casaste, te convertiste en un mueble y en una fiel servidora –que no dueña y señora– de tu casa…»
    Te equivocas. En las cuestiones domésticas yo ordeno y mando.
    «¿Y de qué te sirve? ¿Acaso te deja eso siquiera un minuto para ti misma? Recapacita. ¿Qué haces que no sea “ordenar y mandar” en el hogar?»
    «¿Ahora no dices nada? ¿Por qué entonces me preguntas qué podrías hacer para plasmar en el papel esas ideas tan buenas que dices tener en la cabeza? ¿Acaso te lo va a permitir tu “reinado” sobre el hogar?»
    Tampoco es cierto todo eso que me dices. En este momento estoy contigo…
    «Sí, pero ¿qué has tenido que hacer para ello? Has aprovechado que él se ha ausentado, que está tardando un poco más de lo habitual en volver y que ya has terminado con todas esas obligaciones que se te han impuesto solo por ser quien eres, una mujer, el “ángel de la casa”. Hoy has sido capaz de arañar unos pocos minutos al reloj. ¿Cuándo vas a repetir? Pero eso me preocupa menos que otra cosa. Si de nuevo me visitas, ¿no te sentirás culpable como te estás sintiendo ahora mismo?»
    No me siento culpable, es que…
    «A mí no me engañas. Sé demasiado del mundo y de ti y no me puedes engañar. Estás haciendo algo que deseas pero a la vez consideras que no debes, que no es lícito. Has de quitarte esa idea de la cabeza. Eres libre, libre naciste y así deberías haber seguido. Tus esclavitudes te las han impuesto, pero tú las has aceptado sin rechistar, al menos hasta que me has empezado a hacer preguntas».
    No es verdad, no me han impuesto nada…
    «Mientes muy mal, Patricia. Y hay algo peor que mentir mal, que es mentirse a una misma. Sabes de sobra que todo lo que está pasando ahora en tu vida está predestinado desde el día en que tus padres decidieron cómo sería tu educación, a qué estaría encaminada, a qué tendrías que aspirar. Y el punto culminante llegó el día que eligieron con quién habrías de casarte».
    Pero él es un buen hombre, me trata como a una reina, su reina…
    «Di más bien que te trata como a una princesa encerrada en una torre. Sí, te tratará bien, igual de bien que a cualquiera otra de sus posesiones. Y, no te engañes, eso es así porque él considera que estás muy a gusto en esta ínfima parcela en la que te tiene confinada, de la que nunca has tenido intención de salir, al menos hasta ahora».
    Pero yo me siento libre, voy donde quiero…
    «No te confundas, Patricia. No me refiero a eso. Ya sé que a veces te deja acompañarle en sus viajes a la ciudad e incluso que haces algo de vida social, siempre y cuando actúes como lo que se espera que seas, una fiel, recatada y pura esposa. Y no salgas de ahí. ¿Te parece un espacio muy amplio ese? Más bien es para agobiarse, más parece una tumba que otra cosa».
    Creo que exageras.
    «¿Exagero? ¿Por qué entonces tienes tanto miedo a decirle que querrías escribir, tener un pequeño espacio, que esta vez sí sería físico, para ti sola, donde poder dar rienda suelta a tu deseo? ¿Qué temes? ¿Que te diga que eso no lo hace una mujer decente, que lo vas a deshonrar…? Vuelves a callar y a bajar la vista… He de insistir: si se hacen preguntas, pueden llegar respuestas que no nos gusten».
    ¿Y qué debería hacer entonces?
    «El editor al que escribiste en secreto te ofrece una bonita cantidad si le vendes los cuentos de los que le has mandado una muestra. ¡Deja de esconderte! ¡Acepta! ¡Márchate de aquí! ¡Empieza a vivir tu propia vida! Tú vales mucho más de lo que te dan a entender quienes te rodean, tu familia, tu esposo, la sociedad… ¡Busca tu propio espacio y gana tu propio dinero! ¡No tengas miedo a la libertad! ¡Sé libre!»
    Pero, ¿cómo voy a dejar atrás todo…?
    «Vas a dejar atrás tu celda; a nadie le debería amargar abandonar la opresión, la meta es la libertad. No lo olvides, ni tampoco que por encima de la niebla siempre está el sol…»
    Patricia cerró el libro. Aún estuvo un largo rato meditando.
    Miró por la ventana y comprobó que, en efecto, una vez disipada la niebla el sol brillaba espléndido. Él aún no había vuelto, así que tuvo tiempo de recoger lo único que consideraba suyo de verdad –la carpeta con las cuartillas en las que había borrajeado esas historias que necesitaba escribir– y, sin ser vista por nadie –como era habitual– tomar con paso firme el camino de la estación…

Getafe, noviembre de 2016

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